Imagen tomada de Google
Cada mañana al despertar miraba su calendario amarillento, mientras calentaba el agua para tomar café. Era ese el modo en que le gustaba empezar el día: calculando cuánto tiempo faltaba para la gran fiesta que significaba para él, el cumpleaños de su esposa. 

Esa mañana, mientras lo hacía, sonrió al comprobar que faltaban solamente unas horas para el momento esperado en que por fin la sorprendería. Tomó su café con más ansiedad que de costumbre, tanto que sintió un leve ardor en la lengua y en la garganta, por haber bebido un gran sorbo sin medir que aún estaba muy caliente. Antes de terminarlo, colocó la taza debajo de la canilla y dejó caer agua en su interior. A un costado quedó su libro... esta mañana no había tiempo para leer. Arrastró sus pies enfundados en las pantuflas por el pasillo y llegó a su habitación. Se vistió torpemente y salió a la calle, apretando con la mano en el bolsillo el dinero para comprar la torta de cumpleaños. Eligió la más hermosa de la panadería y volvió alegre como un niño en la mañana de Navidad. Colocó la torta sobre la mesa y se sentó en una silla. 
Fue entonces cuando recordó que ella había muerto. 
©Mónica M. Kofler Escañuela

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