Hasta el pasado mes de junio mi hija no había consentido en sus cinco años de vida (salvo cuando era bebé) meterse en una piscina en la que no hiciera pie. Daba igual que fuera pertrechada con manguitos, flotador y en brazos de sus progenitores. Decía que no y que no. Solo quería bañarse en piscinas bajitas, como ella decía. Así que en estos años casi no hemos pisado la piscina de nuestra urbanización, pues no hacía pie. Cuando nos íbamos de vacaciones, teníamos que buscar hotel o apartamento con piscinas para niños, para que ella se metiera. Al principio del verano pasado, pensé que durante las vacaciones se le iría el miedo, pero no fue así. Y acabamos septiembre como empezamos: sin salir de la piscina bajita o de la orilla de la playa. Esto no significa que no disfrutara. No había quien la sacara del agua igualmente. Otro detalle de su miedo es que tampoco quería meter la cabeza bajo el agua. Así que mi reto este verano era que perdiera ese pánico a las “profundidades” y que disfrutara con todas sus posibilidades del agua, aprendiendo a nadar. La apunté en un curso intensivo en el colegio de mis sobrinos, con el aliciente de que así iba con ellos. Aceptó desde el principio encantada y fue muy motivada. La había convencido de lo necesario a la par que divertido que era saber nadar. He de decir que tuvimos la suerte de contar con un profesor que se hizo con ella desde el minuto uno y que en la clase eran solo dos niños la mayoría de l...